Este post representa únicamente la opinión particular de su autor, el cual ha sido invitado a compartirla a través de CNMCblog por su reconocido prestigio. La CNMC no asume como propias las opiniones expresadas. Con su publicación simplemente quiere contribuir a enriquecer un debate que debe ser abierto y plural.
*** Juan José Ganuza es catedrático de Economía y Empresa de la Universidad Pompeu Fabra y Funcas.
La administración Trump está intentando revertir las políticas de discriminación positiva en el proceso de admisión de las universidades de EE.UU. El anterior presidente, Barack Obama, había promovido que las Universidades facilitasen el acceso de las minorías raciales, mientras que el actual Departamento de Justicia americano defiende que las Universidades seleccionen a sus alumnos con métodos racialmente neutros, basados exclusivamente en los méritos académicos de los estudiantes.
Es una cuestión que se puede abordar desde distintos ángulos. Harvard defiende su apoyo a las minorías raciales en el proceso de admisión porque su modelo de excelencia requiere que haya suficiente diversidad en las aulas. Mi enfoque particular es que, desde el punto de vista de la justicia social, son más efectivas las políticas de apoyo a las minorías en las fases previas de la educación. Los economistas han aportado mucha evidencia empírica de que para intentar corregir las desigualdades en educación cuando antes mejor. Sin embargo, aunque considero esencial debatir cómo diseñar de forma eficiente políticas destinadas a garantizar la igualdad de oportunidades, en este artículo querría centrarme en la compatibilidad de estas políticas de discriminación positiva con los principios de defensa de la competencia. En principio, reclamar métodos exclusivamente meritocráticos para asignar las plazas universitarias o cualquier posición laboral parece congruente con dichos principios: debería resultar en una asignación más eficiente de los recursos (materiales y humanos) y, con ello, en un mayor bienestar. Desde esta perspectiva, parece que las cuotas en el mercado laboral y la ponderación positiva de las minorías en los procesos de admisión universitaria solo podrían ser defendidos desde argumentos de justicia social, pero no de eficiencia económica. Sin embargo, esta conclusión puede ser precipitada. Aunque la igualdad de oportunidades puede ser un argumento suficiente para la existencia de políticas de discriminación positiva, existen también razones basadas puramente en la eficiencia para justificarlas.
Una minoría puede estar infrarrepresentada en instituciones o en profesiones de acceso competitivo, sin que ello implique que exista una discriminación explícita contra ella; tal efecto puede deberse a un mecanismo más sutil e inocente que los economistas denominamos discriminación estadística.[1] La idea central es que la productividad y la capacidad de los trabajadores o futuros estudiantes se observa de forma imperfecta. Por ello, utilizamos la información del grupo al que pertenecen (la distribución) para mejorar nuestra estimación. Es en este entorno donde los estereotipos pueden llevar a la discriminación, y a la famosa profecía autocumplida de Arrow: si existe la idea preconcebida que un grupo tiene menos productividad, los individuos de ese grupo invertirán menos en capital humano para incrementarla, porque temerán que dicha inversión tenga un retorno menor y, en equilibrio, dicho grupo tendrá una productividad menor. Pero esta trampa estadística tiene un coste en términos de eficiencia, porque se pierde mucho talento y se promocionan individuos mediocres de la mayoría, en lugar de individuos con mucha más capacidad de la minoría que, o bien no son detectados, o bien no invirtieron en desarrollar dicha capacidad.
Esta trampa estadística puede ser generada o multiplicada por otros mecanismos. Por ejemplo, en un artículo reciente con Ignacio Conde y Paula Profeta analizábamos el efecto de la discriminación estadística y los comités de selección. La idea es que una persona evaluará mejor la productividad si pertenece al mismo grupo del candidato, porque compartirá códigos culturales e interpretará mejor toda la información. La discriminación estadística surge incluso si no existe el estereotipo negativo del que hablábamos antes y los seleccionadores esperan que ambos grupos tengan la misma productividad esperada. Al estimar mejor la productividad del grupo mayoritario (que esta más representado entre los seleccionadores), los valores esperados serán más extremos (aunque tengan la misma media), porque en esa estimación la información a priori tendrá menos peso que en el grupo minoritario. La consecuencia es que, al seleccionar a los mejores, se sobrerrepresenta el grupo mayoritario y con ello se desincentiva la inversión en capital humano del grupo minoritario, lo que implica —como en el caso anterior— una pérdida de talentos y de bienestar. La conclusión de este análisis es que, sin que exista una discriminación explicita y en un entorno regido por la competencia y la meritocracia, si un grupo es inicialmente mayoritario (por razones históricas), puede permanecer sobrerrepresentado de forma ineficiente en el futuro de forma permanente.
A veces la discriminación positiva y la competencia pura y dura van de la mano. Roger Myerson recibió en el 2007 el premio Nobel de economía por sus aportaciones al diseño de mecanismos, en particular por la caracterización de las subastas óptimas. Una de las conclusiones de su análisis es que, para maximizar el beneficio del vendedor en una subasta, es óptimo discriminar hacia los pujantes más débiles. Por ejemplo, en 1994, la FCC (Federal Communications Commission) de EE.UU. llevó a cabo una subasta para adjudicar el espectro electromagnético, y en sus reglas establecía que las empresas pequeñas gestionadas por minorías solo tendrían que pagar la mitad de sus pujas. Esta subasta fue un éxito en términos de eficiencia de las asignaciones, pero también de recaudación. Favorecer a estas empresas, aumentaba la competencia y el precio recaudado, porque compensaba su desventaja y obligaba a las empresas fuertes a pujar agresivamente. La idea es la misma por la que los equipos peor clasificados en la NBA tienen preferencia para contratar a las nuevas estrellas: el objetivo es intentar compensar su desventaja, para aumentar la competencia y con ello el espectáculo.
La conclusión fundamental de nuestro artículo es que en un contexto de discriminación estadística, introducir políticas de discriminación positiva, como las cuotas, puede ayudar a aumentar la eficiencia y el bienestar global en el largo plazo. Además, dichas políticas pueden ser temporales, con el objetivo de revertir —por ejemplo— la sobrerrepresentación de un grupo concreto en los comités de selección. Volviendo a nuestra pregunta inicial, la conclusión es que hay un conflicto en términos de eficiencia entre el corto plazo y el largo plazo; si queremos maximizar el objetivo más ambicioso, debemos dar la razón a Obama sobre Trump y apoyar las políticas de discriminación positiva.
[1] Si existe discriminación explicita, deberíamos acudir al poderoso argumento de Becker por el cual la competencia es el mejor antídoto para la discriminación. Si una empresa discrimina a una minoría, promocionando o contratando trabajadores menos productivos de la mayoría, incurrirá en una ineficiencia. Al promocionar la competencia, no solo velamos por el bienestar de los consumidores, sino también por una asignación eficiente de los recursos y por el reemplazo de empresas ineficientes por otras que minimicen costes, generen más valor y bienestar, y por lo tanto no incurran en discriminación explicita.
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